Son casi las diez de la noche de una fría noche de otoño en Tenerife, y estoy llorando.
Todo empezó hace ahora casi cuatro años, cuando mi prima Yurena se arremangó, y sin que yo me enterase lo organizó todo y nos vimos en el vuelo de Iberia Tenerife Norte-Madrid- Caracas-Isla Margarita. Isla Margarita, por Dios, que lejos sonaba eso. Y estaba lejos, ya lo creo, fueron más de 12 horas de vuelo entre una cosa y otra, cuatro vuelos distintos (todo sea por ahorrar, que la crisis es la crisis) pero al final, molidas como gofio, pero ilusionadas, estábamos las cuatro (se sumaron Esther y Bea, mis amigas de toda la vida) en un encantador hotel de Porlamar.
Llega la segunda noche, y nos vamos a la que nos dijeron era la disco de moda, se llamaba (se llama, creo que no ha cerrado) Bora Bora. Fue una buena noche, los chicos eran amables, la música contagiosa y nosotras no tuvimos nada que objetar, parecía una noche más, sólo que en un momento, cuando me acerqué a la barra a pedir una copa, me quedé sin habla, cuando tuve frente a mí los ojos negros más profundos que había visto en mi vida. Ezequiel, ponía tu camiseta sobre el pecho, tras la barra. Sonriente me preguntaste que qué iba a tomar, y te dije (¡¿era yo la que hablaba?!) que me bebería el mundo en tus ojos.
Ezequiel, técnico en telecomunicaciones de día, barman de noche, y esa noche Yurena, Esther y Bea fueron mis cómplices, y tu y yo nos descubrimos en el mundo bajo la luna menguante de Agosto. Y comencé a contar los días que quedaban de vacaciones con angustia, porque no quería dejar de verte, no quería dejar de reír contigo, no quería dejar de descubrir sitios escondidos al turista y que tú me mostraste para desesperación de las chicas. Y cuando al final subimos al avión de vuelta a casa, supe que tenía que volver a verte.
Y volví, no una sino cuatro veces en estos años, y descubrí, descubrimos más bien, que no era un capricho pasajero, que no eras, ni era yo, un antojito veraniego, sino que como me dijiste un día, las casualidades no existen, todo es destino. Y empecé a pensar en ti como una parte de mí, pero lejos, y no quise hacerme ilusiones hasta aquella tarde que me pediste que te acompañara a envejecer juntos, y lloré, y te dije que sí.
Entonces tuve que empezar a convencer a tantos, a mi familia primero, a la tuya después, a mi abogada, a los del Juzgado, a los del Registro, a todo Dios, de que no eras un ligue, que no eras un inmigrante sexual, que no eras un cazador de visados. Y tuve (tuvimos) que legalizar papeles, dar poderes notariales, sellar documentos, pedir visados, legalizar el poder que dimos antes, volver a legalizarlo, ponerle una apostilla (¿quién le puso un nombre tan feo a eso?), y a mandar otra vez el papelito X que se perdió en Caracas, o que el Consulado no vio claro…
Tú no querías dejar de verme, y yo no quería que vivieses aquí con el susto en el cuerpo del ilegal sin papeles, o del inmigrante con visado vencido, yo quería que vinieses legalmente, como me habías dicho mil veces, y como Yurena, la sempiterna Yurena, se encargó de ayudarme con sus amistades del bufete de Santa Cruz. Y me costó sangre sudor y lágrimas, muchas lágrimas. Y sigo llorando hoy, en esta noche helada de otoño, tres años, ocho meses y diecinueve días después de ese ¿Qué vas a tomar?
Pero ahora lloro en la sala de espera del aeropuerto Los Rodeos, cuando veo salir por la puerta de llegadas, a mi esposo Ezequiel. Bienvenido a casa…
Albania Oyarzun.