Son casi las cuatro de la mañana, y el Carnaval atruena las calles en Santa Cruz, la cerveza (y lo que no es cerveza) se derrama en arroyuelos por las calles, mientras de una esquina a otra cambia el tema de una salsa cubana a un merengue dominicano o el inconfundible sonido de las orquestas locales.
Disfraces por aquí y por allá, y tú y tus colegas, sonrientes en medio de la multitud, viendo como el mundo se vuelve loco por unas horas. Vas enfundado en un uniforme azul oscuro, gorra, botas de faena, cinturón del que cuelga una porra de goma y unas esposas cromadas, y eres uno más en la multitud.
El borrachito de turno se cuadra delante de ti y tus colegas, hace un saludo militar, y les sigue con la vista mientras comenta “joder vaya disfraz más bien hecho.” El comentario llama la atención de cuatro chicas que te miran de arriba abajo, una se acerca y con un contoneo de caderas te pide que le dejes ver “tu porra” y no puedes evitar una sonrisa, y claro que sí, que un aguijonazo de deseo se te clava desde dentro allá abajo… Pero no te dejas llevar, cualquier otra noche, en otras circunstancias tal vez lo harías, pero hoy no, no puedes.
Porque tú no vas disfrazado, tú vas vestido reglamentariamente de arriba abajo, cumpliendo con las ordenanzas, y no estás de fiesta, estás trabajando. No puedes evitar que venga a tu cabeza ese mal chiste de los ginecólogos, y piensas que tú también trabajas donde los otros se divierten. Y trabajando te acercas al corrillo que en la esquina de la Calle de La Marina escucha música con unas cervezas a mano, y algo, un “nosequé” en ti interior se activa, se dispara, y piensas que “algo no cuadra” y cambias el paso, miras a los colegas y se entienden sin hablar, y coordinan el acercamiento, y al final suenan las palabras habituales: “buenas noches, documentación, por favor”.
Es entonces cuando confirmas tu corazonada cuando uno de los del corro de juerguistas baja la vista y trata de escabullirse, un compañero le retiene, con educación, pero con firmeza, y ves que “no tiene papeles”. Ha llegado a Tenerife desde su lejana Guaira, hace más de un año, su visado ha vencido, y no tiene documentación válida para residir.
Y entonces vuelves a sentir ese nudo que te aprieta el estómago, y luchas, porque la cabeza manda una cosa y el corazón te pide otra. Sabes que dejarlo marchar es imposible, que tu deber es retenerle, tramitar su detención y pasarlo al Grupo de Extranjeros, pero recuerdas…
Recuerdas que no hace tanto tú eras un niño de cinco años, todavía asustado, que en un vuelo desde Caracas le preguntaba a su padre cuando volverían a tu casa, donde dejaste peluches y recuerdos, amigos y sueños, y tu padre te miró, con los ojos arrasados en llanto y te dijo que aprendieses a pensar como un español, porque tu país estaba en manos de gente que no permitían a los demás pensar diferente, y que se iban a otro mundo a buscar una vida mejor.
Has bajado los ojos un segundo y has visto como en una secuencia de una película, pasar los años, tu llegada a Tenerife, tu inscripción en una escuela donde los niños hablaban el mismo idioma con otras palabras, y como poco a poco empezaste a “ser” español, a sentir que ésta era tu tierra, y luego te preparaste, hiciste tus oposiciones, y en un pis pas eras un flamante egresado de la Academia de Policía.
Ahora patrullas las calles de ese Tenerife que has aprendido a querer, y ruegas porque sigan viniendo, claro que sí, pero que vengan con los papeles listos, con una adecuada preparación y asistencia legal para no tener que tramitar una expulsión de un “sin papeles”, para no convertirlo en un “sin sueños”.
Albania Oyarzun.