Dianney salió de Venezuela hace ya muchos años, tantos que a veces las cosas se confunden en su memoria, pero lo que sí recuerda con claridad era el tiempo en que las cosas eran diferentes, todo, incluso las elecciones.
Es verdad que a veces saltaban escándalos de amaños y trampas, es cierto, pero no eran tan comunes como se piensa, ni tan graves como podría pensarse leyendo ahora las historias “oficiales” que proliferan en los últimos tiempos. Al menos antes la gente iba a votar libremente, con la esperanza de que algo, o todo cambiase, sin sentirse intimidada o creyendo que su voto no iba a servir para nada.
Eso era antes, y cambiaron las cosas allá, y por eso y otras muchas razones, un buen día sus padres cogieron un avión con ella, una joven de poco más de 10 años, y dieron el salto a la tierra de los abuelos, aquella constelación de islas desperdigadas por el lomo de un océano Atlántico que al final terminaba besando las costas de Venezuela en su encuentro amoroso con el pujante Caribe.
Y cuando llegó a al tierra nueva, notó que algunas cosas eran distintas, pero otras eran iguales, y no se sintió tan extranjera como imaginaba al inicio, y se fue sintiendo cada vez más canaria, más isleña.
Y ahora Dianney ya no es una niña, ha llegado a la mayoría de edad y siente que su tierra, su gente, porque ya los siente así, y ella es parte de este nuevo mundo, le necesitan. Sabe que las cosas tienen que cambiar, y otras seguir como son, y se maravilla de que se pueda ir a votar libremente en esta nueva tierra, sobre todo cuando al salir el tema de las votaciones en la patria que dejaron atrás, su padre mueve la cabeza con pesar, y su madre le dice que deje de pensar en eso.
Pero ella no puede, sabe que no se trata de dejar de pensar en ello, que hay que pensar, y que actuar, porque cree, sabe que si todos se quedasen en casa, atendiendo sólo a “sus cosas” tal vez otros harían que todo cambiase, pero no siempre para bien. Y como cree y respeta la libertad que se le niega a tantos en tantos sitio s y aunque le gusten más las ideas de algunos, y menos las de otros, no desprecia, ni ofende en sus palabras o en sus pensamientos a los que piensan diferente, eso la haría igual a aquellos que le niegan a los demás el derecho a hablar, a pensar, a votar.
Por eso esta noche Dianney sale a pegar carteles por las calles de Tenerife, no importa si el cartel es rojo, azul, morado o naranja, porque en el fondo de lo que se trata es de defender el color de la esperanza de un mundo mejor. Y de eso, Dianney sabe que no le apartará nadie, ni en su Venezuela natal, ni en su Tenerife de adopción Aunque sólo tenga 18 años.